jueves, 31 de enero de 2013

HOMICIDIO. (UN AÑO EN LAS CALLES DE LA MUERTE) - David Simon


Primera edición en inglés en 1991 por Houghton Mifflin.
Editada en castellano por Principal de los libros en 2010.

699 páginas.

Sinopsis. 

David Simon convive durante un año, 1988, con los detectives de la unidad de homicidios de Baltimore. Fruto de sus impresiones, de su aprendizaje sin trabas de los métodos policiales, surge esta visión descarnada y naturalista de la figura clásica del detective norteamericano. 

Comentario del libro. 

Homicido, responde al firme propósito de ser una elaborada crónica periodística de la violencia implícita en el estilo de vida norteamericano. Y no nos encontramos ante el típico devaneo de periodista progre con ínfulas de Norman Mailer. Su propósito crítico es absolutamente coherente e intachable tanto en su concepción como en su forma. Y así lo atestigua el paso del tiempo. No sólo porque esta denuncia siga teniendo vigencia. Ante todo nos encontramos con la primera piedra de un vasto proyecto multidisciplinar (que va de la mera crónica al medio televisivo) que ha tratado de ofrecer todos los puntos de vista (igualmente válidos) de esta degradación y que en su búsqueda constante de la verdad (o de una simple explicación) ha llegado a transcender fronteras: las del mero escenario, Baltimore; la del grupo objeto de estudio y observación, el cuerpo de homicidios de la misma ciudad; y la más importante, la existente entre realidad y ficción.

Tan arduo proceso de aprendizaje nace como una imperiosa necesidad. En 1987 la carrera de David Simon básicamente giraba en torno a la sección de sucesos del Baltimore Sun. Pero problemas con unos nuevos dueños que abogan más por recortes sindicales que por el interés editorial y el hastío de un trabajo hecho mecánico y repetitivo (sorprendentemente en una de las ciudades con mayor índice de asesinatos), le llevan a tomar una determinación radical: solicitar un año de excedencia y, al mismo tiempo, su ingreso como observador civil (“policía becario” era el título oficial) dentro del cuerpo de homicidios de la policía de la capital de Maryland. Algo bastante inusual como relata el mismo autor: “Hasta el día de hoy, aún no sé por qué tomé esa decisión (1). El capitán responsable de la unidad de homicidios se oponía a la idea, y también el comisionado adjunto, el número dos del departamento. Y una breve encuesta entre los inspectores reveló rápidamente que pensaban que era una idea horrible dejar que un periodista husmeara en la unidad. Para mi inmensa suerte, un departamento de policía es una organización paramilitar con una rígida cadena de mando. No es, de ninguna manera, una democracia”. Únicamente debía cumplir con unas sencillas reglas: Simon acompañaría a los distintos equipos de detectives (2) para recabar información de primera mano, si bien, no podría hacer uso de la misma de cara al periódico. Sólo con destino a un libro que, en forma de manuscrito, debía ser revisado por la división jurídica, simplemente para asegurarse de que no se revelaran datos esenciales en los casos pendientes de juicio. 

Y el material resultante sería polémico o, como mínimo, revelador. Simon de “un mueble más de la unidad” durante sus primeros días, pasa a convertirse en un elemento recurrente. Un observador silencioso pero preciso y consciente que registra, procesa, trata de descifrar la complejidad de un universo caótico. Una mirada que obviamente, tras un año de contacto directo y camaradería, no puede ser objetiva: “y compartí con los inspectores un año entero de comida rápida, discusiones de bar y humor de comisaría: incluso para un observador entrenado resultó difícil mantener la distancia”; pero sí, desmitificadora: “no estaba frente a asesinatos que cambiaran el curso de la actualidad política. Ni tampoco eran carne de obras teatrales perfectamente montadas que rezumaran moralidad. En verano, cuando el número de víctimas subió tanto como la temperatura de Baltimore, comprendí que estaba en realidad en una fábrica. Era investigación criminal en cadena, un sector en creciente expansión para el cinturón industrial de una América que había dejado de fabricarlo prácticamente todo, excepto corazones destrozados”.

Investigar un crimen tiene horarios, turnos. Lo demás, horas extras. Hay que llegar a fin de mes. Nada de policías obsesionados que hacen el caso suyo. Se habla constantemente de “trabajo policial”, y este tiene un método concreto, ajeno a esos golpes de intuición maestra propios de la figura literaria y, sobre todo, televisiva del agente de la ley. No hablamos de casos fuera de lo común; hablamos de gente con problemas graves de conducta fruto del tráfico y consumo de drogas o de simples espíritus desesperados por un afán desmedido de supervivencia para salir del hoyo, del abismo... Hablamos de gente de la calle, mundana, a quienes Simon no juzga. Entiende que cualquiera podría haber caído en su abismo personal. Sólo una decisión errónea puede ser suficiente. No son criminales fríos y calculadores con una innata capacidad para hacer el mal. Tienen problemas y son problemáticos. Sus razones para hacer el mal nos pueden parecer ridículas e injustificables, del estilo me debían unos cuantos dólares, unos viales o era una zorra que me faltaba al respeto. Pero son auténticas, ciertas, lo que las hace terribles. No son fruto de un guión costumbrista. Responden a ese lado oscuro y deshumanizado de nuestra personalidad que todos poseemos. ¿Quién puede estar libre de pecado? 


Tampoco brillan por su inteligencia maquiavélica: las escenas del crimen dejan pistas (huellas, sangre, restos corporales…) imperceptibles para el asesino con prisas por huir pero evidentes para el ojo avezado, entrenado, inmerso en la rutina de la búsqueda del culpable. Gran parte de ellas. Otras, son simples actos de brutalidad (un tiroteo y su huida posterior) o sobre los que se guarda consciente silencio (los testigos se esfuman por miedo a represalias, la mayoría de los casos, o porque no es su problema, simple y llanamente). En estos casos, brota el mayor miedo del avezado inspector de homicidios, su terror oculto cada vez que descuelga el teléfono de la oficina: el del caso imposible de resolver. La bola roja. Y es preocupante cuando lo importante para cada brigada que conforma la unidad, y así se recalca una y otra vez, son sus estadísticas. El desinterés por el sufrimiento ajeno es llevado al extremo. Las víctimas son meros números de expedientes expuestos en una pizarra (¡cuántas veces no la hemos visto en The Wire!). Y todo es mecánico. Repetitivo. Únicamente se lucha (mejor dicho, se compite) por evitar esas bolas que hagan bajar tu media de asesinatos resueltos en una ciudad asediada por la pobreza y la corrupción. Eso es lo que importa. La burocracia se instaura en la muerte y ésta entiende y exige números pulcros.

Aun así, Simon relata las vivencias de dos casos fundamentales que rompen esta dinámica. Casos que hacen bueno aquello de la realidad supera a la ficción. Casos de maldad pura, sin destilar, que conmocionaron a la opinión pública. Casos de cuya resolución hicieron algo personal sus investigadores. Cada uno con distinto desenlace: uno cerrado, el de la “viuda negra” Geraldine Parrish, una dulce y religiosa ancianita quien, gracias a su carisma, hizo firmar varios seguros de vida a miembros dispares de su familia y a un sinfín de maridos que parecían esperar obedientes su turno en el matadero, algunos incluso compartiendo piso con ella misma; el otro, por resolver, la violación y posterior asesinato de la niña Latonya Wallace. En ningún momento el inspector encargado, Tom Pellegrini, consigue una pista sólida. Y si únicamente te mueves por una intuición, es normal que tu principal sospechoso (el llamado “pescadero) eluda tus envites con facilidad y te haga dudar hasta de ti mismo. Más allá de si estamos ante el culpable o no (muchos compañeros del inspector creían que estaba errado), los hechos (ese fallido interrogatorio a finales de año que conlleva la puesta en libertad del sospechoso) brindan a Simon el final más acertado para su crónica, agrio, crudo y revelador:  

“[El pescadero] no confesó. Latonya Wallace no sería vengada. Pero para entonces había visto suficiente para aceptar que el final ambiguo y vacío era el correcto. Llamé a John Sterling, mi editor en Nueva york, y le dije que era mejor así”.
 “-Es real- dije-. Es así como funciona el mundo, o como no funciona”. 

Nada escapa a esta tiranía de lo real, ni siquiera los actos más nobles. Si sacrificas tu vida en la persecución de un sospechoso, ten claro que no tendrás más recompensa que unas ligeras palmaditas en la espalda. Si eres un héroe, vale: a esos sólo hay que hacerles un entierro bonito con salvas al aire, y con una pensión mundana a la viuda todos contentos. Pero si eres un herido en acto de servicio, como el agente Gene Cassidy, eres un engorro. Te quedas ciego y además sin sentido del olfato y del gusto. Te jubilan del trabajo. Drama familiar día sí y día no. Y si tus antiguos compañeros organizan un acto de homenaje tendrás a los altos cargos ocupados (distinto era en el hospital, al borde de la vida y de la muerte, y con las cámaras de televisión pendientes; era buena prensa, amén de un acto de lo más humanitario). Y si es detenido tu agresor, aunque sea con pruebas apabullantes, costará el alma y la vida que lo condenen si no tienes que pactar y dar las gracias. Así son, gotas que colman el vaso, los entresijos legales de todo sistema judicial. El laberinto de sin sentidos donde todos, ya sean culpables o inocentes, se pierden sin excepción. 

Incluso un “trabajo policial” bien hecho, puede ser puesto en tela de juicio si las pruebas que lo amparan no son del todo sólidas, o si un abogado hábil consigue hacerlas circunstanciales. Ley de vida: la justicia es del color del billete con el que se mira. Esta es otra de las denuncias claves de la obra. Y aquí hablamos de asesinatos no de crímenes callejeros de poca monta. El sistema se preocupa más de que el procedimiento sea el adecuado que de las personas. Otro caso, borrón y cuenta nueva. 

En este sentido, como un aspecto más del trabajo, hay que obrar con astucia e ingenio para revertir la situación. Para ello hay que obtener la mejor información posible para conseguir el éxito en un juicio. En la ficción se acorrala al presunto culpable, se le apabulla de tal modo que acaba por confesar. En la realidad, la verdad es moldeable, ha de hacerse a fuego lento. El interrogatorio se convierte en un arte de guerra. La técnica se orienta más a la persuasión que al engaño. Conseguir la confesión y tras la lectura típica de sus derechos civiles, convencerles para que renuncien a la presencia de su abogado. Casi nada. Algo que sólo ocurre en contadas ocasiones. Lo habitual en esta cadena (industrial como ya vimos que señalaba Simon) es la comparecencia del abogado, si se tienen pruebas el traslado del sospechoso a una cárcel del condado, la fianza, el juicio, y, en más ocasiones de las que se pueda creer, el trato entre fiscal y abogado defensor antes de la celebración del mismo. El sistema gana, hace girar lentamente todos y cada uno de sus engranajes. Pero, eso sí, su sentido de la justicia parece ahogarse entre tanto papeleo.

Como vemos, Simon describe con detalle a los agentes de la ley y su método de “trabajo” dentro de una sociedad cada vez más deshumanizada donde el ciudadano de a pie no es más que un número estadístico. La maquinaria social elevada por encima del hombre, el carbón (por no decir otra cosa) que alimenta la misma llama que lo consume. ¿Cuál es la solución a esta tesitura? ¿Cómo evitar sumergirse en ese mar de vacío y abandono interior? La respuesta es sencilla: mejor reír que llorar. Un humor negro y ácido inunda las páginas, reflejo manifiesto de la tragicomedia mundana que las asola. En la medida de lo posible todo se toma a mofa. Bromas pesadas a los compañeros en cualquier situación incluida la escena del crimen, anécdotas rocambolescas hasta con las víctimas a punto de expirar, ridiculizar a todos aquellos estamentos que ponen trabas a tu labor… lo que sea para aliviar la tensión de cada instante.

Tragicomedia humana de la que dará debida cuenta a lo largo de casi una década, ampliando paulatinamente su horizonte. Dejamos al margen la versión televisiva de Homicidio. Es demasiado ajena a Simon. El proceso se reinicia a los pocos años con un cambio de visión. Una nueva crónica pero esta vez del lado opuesto, la del drogadicto de a pie. Hablamos de La esquina. Durante otro año, nuestro autor en compañía de Ed Burns (ex investigador de homicidios, donde lo conoce Simon, y ex profesor de matemáticas en un instituto conflictivo; hablamos de alguien polifacético y controvertido que ha tratado de cambiar el sistema desde dentro), seguirán los pasos de la desestructurada familia McCullough y allegados del barrio. Como en el caso anterior, los sentimientos de amistad se unirán al rigor periodístico ofreciendo un relato certero pero plenamente respetuoso con la situación de los hijos del dolor de E.E.U.U. La suma de ambas, constituyen los lados de una misma moneda. Dotan al análisis del autor de un potencial y un rigor que disecciona la decadencia de una sociedad. Dotan de voz y presencia al agente del orden que se ve incapacitado para hacer su trabajo, y, a quien se aleja a posta del mundo en busca de un artificial paraíso interior. Sólo quedaba ofrecer la visión global. 

Esta llegará, como consecuencia directa del éxito de crítica y público de la adaptación televisiva de La esquina, a través de The Wire. A lo largo de cinco espléndidas temporadas termina la exploración de la realidad de Baltimore. Ahora, ya habiendo sido presentados y estudiados en las dos obras anteriores los grupos sociales en conflicto, se nos presenta un campo de análisis naturalista que tratará de mostrar objetivamente la creación y destrucción de una ciudad postindustrial. Una visión escalonada (el tráfico de drogas, los sindicatos de estibadores, la vida política, la educación y el periodismo sensacionalista) cuyo propósito no será el de dar respuestas fáciles al drama humano, si no el de plantear las preguntas adecuadas que logren renovar nuestras conciencias. 

Reseña de Javier Mora Bordel



[1] Se refiere al comisionado de la policía de Baltimore, Edward J. Tilghman quien fallece antes de la publicación del libro.


[2] Bromea con el hecho de que tuvo que vestirse para el papel: “tuve que cortarme el pelo, comprarme varias americanas, corbatas y pantalones de vestir y quitarme un pendiente con un diamante que me había ayudado poco a granjearme el cariño de los inspectores.

martes, 29 de enero de 2013

EL ÚLTIMO REFUGIO - William R. Burnett

Primera edición en Inglés en 1940.
Editada en castellano por Plaza y Janes en 1992.
Traducción de Rosalía Vazquez.
256 páginas.

Sinopsis.

Roy Earle, un duro y veterano atracador, es indultado de la condena que cumple por sus numerosos delitos. Estar en libertad supone volver a lo que mejor sabe hacer, quizás tenga la oportunidad de dar el golpe que le permita retirarse para siempre.

Comentario del libro.

Es el primer libro de Burnett que leo y ha supuesto para mi una grata sorpresa. Conteniendo todos los ingredientes imprescindibles de la novela negra, incluso todos los tópicos si quiere verse así, éstos están ordenados de una manera que hace que resulte muy original. Quizás su baza principal recaiga en la delicada construcción del personaje principal, Roy Earle, un atracador de bancos con fama de duro y peligroso, pero a quien los años de condena le han pasado factura. Pero Burnett no se conforma con ofrecernos un sólido retrato de este personaje, a lo largo de la historia observamos una evolución de su carácter y motivaciones que aporta a la novela una coherencia y vitalidad indiscutibles. La fuerza de este personaje se nutre de la mitología que rodea a ciertos delincuentes americanos relacionados con la Gran Depresión de 1929, verdaderos iconos de la cultura popular norteamericana como pueden ser John Dillinger o Bonny y Clyde. Burnett presenta a Earle como un antiguo integrante de la banda de Dillinger, adquiriendo su figura un aura que no hubiera conseguido siendo un delincuente más anónimo. 

La quiebra del sistema financiero (en circunstancias muy similares a las de hoy en día) en el 29, principal causa del desempleo generalizado y la ruina para millones de pequeños ahorradores norteamericanos, sumado a algunas políticas gubernamentales sumamente restrictivas, como la llamada "Ley seca", produjo un considerable aumento de la delincuencia organizada de finales de los años 20 y comienzos de los 30 del siglo pasado. Entre la variada fauna que se movía fuera de los márgenes de la ley podían encontrarse gansters que aglutinaban un inmenso poder en ciudades o zonas concretas, como es el caso de Al Capone en Chicago, pero en el otro extremo estaban las bandas de atracadores que actuaban de forma nómada e imprevisible. Estos forajidos, teniendo como objetivo a los banqueros que estaban llevando a la miseria a tantas personas, terminaron por ser vistos por un amplio sector de la población norteamericana como justicieros sociales antes que como meros delincuentes. Burnett hace que nuestro protagonista se revista de todos los elementos, reales o no, que popularmente definieron a ese tipo de atracadores: duros, violentos, pero dotados con una incuestionable clase que los diferenciaba de los simples matones de la bandas de gansters. Esto también permite al autor retratar un proceso de decadencia en la "honorablidad" del oficio, ya que Roy Earle representa una época ya desaparecida de la delincuencia profesional, un punto y aparte. Todavía revestido de una capa de dureza y peligrosidad Earle se ha convertido en un ser solitario y secretamente vulnerable, impregnado de una infinita nostalgia por un tiempo que nunca volverá. Su mente regresa no ya solo a su juventud, sino a su infancia en la pequeña ciudad donde se crió.

Este contexto con connotaciones sociales es aprovechado por Burnett para poner en boca de sus personajes algún que otro discurso que tuvo que ser considerado bastante radical en el momento de publicarse la novela (1940). Como por ejemplo:

"Un banquero estafador, un juez corrupto, polis rastreando la comunidad para poder sacar tajada, un alto funcionario vendiendo cargos..., cosas como esas. ¿Por qué lo aguanta la gente? En este país, unos cuantos tipos tienen toda la pasta. Millones de personas no tienen bastante para comer, y no porque no haya comida, sino porque no tienen dinero. Algún otro lo tiene todo. Okey. ¿Porque no se unen esas gentes que no tienen pasta y la toman?. Esta en el bote. Un banco parece algo muy difícil. ¿No? Okey. Dame un arma y un par de tipos y asaltaré el banco más grande de Estados Unidos. Y no soy más que un hombre. ¿Qué no podrían hacer diez millones?"


Aun así la parte política del libro es algo que se desprende naturalmente del contexto, no es ni mucho menos la principal intención del libro. Cuenta Javier Coma en la introducción a la novela que Burnett nunca mostró a lo largo de su carrera una postura ideológica  enteramente definida. Aunque explícitamente antiderechista, durante la llamada caza de brujas de Hollywood no apoyó a los acusados de ser comunistas, algunos de ellos compañeros de trabajo. Así pues, no puede decirse que El último refugio sea un libro de denuncia política, más bien se trata de un lírico (y fatalista) canto a los forajidos que podría emparentarse al western crepuscular, con sus conflictos, con sus extinciones, pero también con surgimientos de valores y modos culturales nuevos, para bien y para mal. Este aire de western ha posibilitado que entre sus varias adaptaciones cinematográficas se encuentre alguna adscrita a este género, contando de hecho con la colaboración del propio Burnett al guión. (Para más información sobre estas adaptaciones y otras colaboraciones del autor en Hollywood remito nuevamente a Javier Coma y el muy completo apéndice que viene en esta edición de Plaza y Janés).

Otro elemento crucial para la eficacia de esta novela lo encontramos en los personajes femeninos. En la vida de Roy fuera de la prisión se cruzan dos mujeres contrapuestas. Una representa la inocencia y sencillez de sus raíces, su idealizado pasado en la América rural; la otra supone un doloroso recordatorio de su verdadera vida al margen de la ley, la supervivencia y el constante peligro. Esto permite al autor deconstruir algunos tópicos básicos de la novela negra, como el de la mujer fatal, logrando un notable personaje femenino como Marie, la joven prostituta antítesis de Velma, la dulce pueblerina. También, todo hay que decirlo, esta parte del libro hace que la trama casi bordeé en algunos momentos los derroteros del melodrama, aunque Burnett logra que estos instantes más azucarados tengan su sentido y aporten al personaje un motor en su evolución a lo largo de la trama.

Respecto a la estructura y ritmo de este libro, decir que está más o menos dividido en dos partes bien diferenciadas, un inicio preparatorio, donde los personajes son desgranados con parsimonia y una segunda mitad llena de mucho movimiento y acción, con una ágil narrativa que calificaría como muy visual (se nota que Burnett trabajaba como guionista para el cine) y sobretodo una magnífica resolución de la trama. En suma, la intensidad de sus protagonistas (incluido un perro), las descripciones del desierto y el paisaje californiano y el contundente retrato de una época muy concreta de la América más turbulenta, son ingredientes más que suficientes para dotar a este libro de gran interés.

Si te gusta la novela negra no dudes en probar con El último refugio

Reseña de Antonio Ramírez

domingo, 27 de enero de 2013

LUPUS - Frederik Peeters

Edición original en Francés entre 2005 y 2007 (4 tomos).
Editado en castellano por Astiberri.
400 páginas. 

He aprendido en el transcurrir de mis días que en ciertos aspectos el arte funciona como un vientre en donde uno se gesta en cierta medida a sí mismo, vivir significa entre otras muchas cosas el ir cargado de una multitud de nacimientos propios, darse a luz sucesivamente como si la infancia y su terrible continuidad en la adolescencia fueran algún tipo de caverna desde la que uno se siembra, se desarrolla y crece, para experimentar una sucesión entre finita e incontable de nacimientos.

La luz, aún siendo con total seguridad la misma, no siempre ilumina las mismas cosas en los diferentes cuandos. Mi relación con el tebeo es herrática y difícil, continuamente voy y vengo, por momentos pleno de actividad, las más de las veces en períodos de largísimo inmovilismo. Reconozco en todo caso un amor incomensurable, que me excede en tanto que cosa limitada y carnal, que probablemente diga y dependa más de mis carencias que de otra cosa.

Lupus es una aventura de ciencia ficción, una historia de amor, un relato de formación, de descubrimiento, de soledad... pero sobre todo (y sí, sé que es de perogrullo) un tebeo. Toda poiesis es por definición un hacer con las manos, por eso el arte parte y llega siempre del tocar, busca maneras y caminos de alcanzar un roce, una caricia o directamente hostias inmisericordes. En su aspecto más prosaico quizás se limite a pasar entre puntillas en la multitud de estados que configuran eso que llaman emociones, cabalgando sensaciones o explotando en la imaginación lienzos que parecían no existir. De los dedos surgen bastos espacios en donde la imaginación construye quimeras y salvaciones, símbolos que modifican la realidad que cohabita en los interiores de nosotros y que expanden la comprensión del entendimiento de lo que somos en el mundo.

Para mi los tebeos son modos de configurar varitas mágicas, que instruyen y decostruyen, que inventan redescubriendo. 

Lupus parece no pretender gran cosa, es en gran medida un momento de entretenimiento, de evasión, un tipo de paréntesis que nos envuelve en ocasiones en suaves algodones y que parecen no tener más razón y motivo que el sostener un espacio de paz, un remanso entre la cotidianía delirante de los días.


Dos amigos de la infancia que pasan por ese difícil momento fronterizo que promete un alejamiento definitivo, esa crisis que puntua el alejamiento decisivo, gastan sus ahorros en una vulgar nave de carga. Su objetivo aparente es el de pegarse unas vacaciones indefinidas pescando por el por el cosmos, yendo de planeta en planeta, sin embargo la realidad no es otra que el ir metiendose toda droga inimaginable. Se pasan el tiempo fumando porros, consumiendo anfetas y todo tipo de drogas psicodélicas alienígenas. Están juntos pero separados, cada cual en su universo de extrañezas, navegando entre silencios y secretos que los distancia progresivamente hacia el abismo, hasta que en un perdido planeta industrial topan con una chica que alterará sus planes de manera irreversible. 

Peeters tiene un trazo grueso que aparentemente es poco detallista y funcional, la prosa que usa es igualmente cotidiana y poco dada a la poesía elaborada, y sin embargo desde la primera viñeta te tiene clavado en la página. Todo parece funcional y sencillo, pero no lo es. La construcción de personajes sin ser demasiado complicada da para contar mucho desde lo poco. Puede que por eso todos los puntos que toque no dejen de ser momentos que universalmente todos hemos, o estamos, pasando. La soledad como manifestación de una cárcel en la que nos sentimos extrañados, el amor como una necesaria pero dolorosa partida, un movimiento que troca lo troca lo centrífugo en centrípeto y que por su misma naturaleza implica la asunción de dolor, de ese extrañamiento de la existencia. 

Se ha hablado mucho del parentesco del cine con el arte de la viñeta, ciertamente hay mucha retroalimentación de ambas formas artísticas, pero también lo es que esto se da en toda manifestación de arte concebible. Más allá de lo narrativo el tebeo es un modo de contar que tiene bastantes características propias. El tiempo por ejemplo, es entregado en gran medida al lector, que lo gestiona de un modo menos pasivo, requiere a su manera un desentreñar lo simbólico en donde la imaginación encuentra un tipo de fertilidad propia y diferenciada. En el espacio que separa las viñetas, como indicaba Scott McCloud, se encierran misterios poderosos, formas misteriosas de desentrañar lo simbólico que van más allá la aparente sencillez de unos trazos dibujados.

Peeters se mueve con soltura en la composición de la página, en esa narrativa que te arrastra por momentos tensos de acción en donde lo que ocurre excede al mero movimiento, donde se ilustra el carácter de los personajes de manera muy significativa y al mismo tiempo articula un discurso de una movilidad continuada. Todo pasa rápido y al mismo tiempo incide en una reflexión pausada. Por momentos hay instantes tremendamente significativos que señalan puntos de no retorno. Y no deja de ser simplemente una aventura.

Sostenía Leguin en una de sus obras más extensas (y menos lograda desgraciadamente) que en general toda narración humana es un eterno retorno al hogar. Uno contempla la Odisea como una manifestación de todas las historias, de todos los cuentos que nos contamos, ese viaje constante al origen, una suerte de fuga continuada para reencontrar lo que se ha perdido y que jamás es lo que se espera, la confrontación con la propia sombra.

Toda huida es un viaje de retorno.

Reseña de Jose Luis Martínez

jueves, 24 de enero de 2013

LOS DESPOSEÍDOS - Ursula K. Le Guin

Primera edición en inglés en 1974.
Edición en castellano por Minotauro.
Traducción de Matilde Horne.
283 páginas.


Mucho se ha discutido, y sin duda se discutirá, sobre qué es la ciencia ficción. En nuestro afán por tener todo lo posible bien atado, dispuesto en cajitas que permitan una adecuada administración jerárquica, bien sea en sentido cognoscitivo o meramente estético, a modo de almacén o en términos académicos, no son pocas las veces que perdemos los bosques en favor de los árboles ni percibimos las espinas de estos últimos. Resulta paradójico que un género aparentemente tan claro sea en lo práctico tan poco dócil. Pretender distinguir entre cuales son las notas distintivas que deban predominar de aquellas que son meramente accidentales en no pocas ocasiones acaba por resultar en algún tipo de violencia. Sean cuales sean las características que pretendamos como definitorias, las descriptivas de una supuesta esencia, habrá obras meritorias que se escapen de una cajita para caer en otra, aledaña o distante.

Lo cierto es que la dificultad de la tarea debería indicarnos algo al respecto. Confieso que he intentado hacerme una composición como el que más, con un resultado frustrante y desesperanzador. Muchos entienden que la también llamada ficción científica debe ser una suerte de género en donde se especule desde lo científico tanto los aspectos futuros en tanto que predictivos como la crítica social o sociológica. La ciencia ficción así parece ser un género literario que representa muy claramente el modelo de literatura producto del proyecto moderno. El modo de fantasear con lo que habrá de ser en una historia que cada vez irá tendiendo más a lo racional, con una emancipación del hombre en su desarrollo como ser eminentemente racional y en donde lo tecnológico irá de la mano de la evolución como especie.

Sin embargo cuando observas su historia, el modo en que ha surgido, a quién ha ido dirigido y sobre todo lo cercana (a veces indistinguible) de la fantasía, el terror o el género negro, no puedes menos que notar las alarmas sonando.

No es lo mismo la ciencia que lo que se entiende por tal, la fantasía científica en muchos momentos es más lo primero que lo segundo, hasta el punto de que en cierto tipo de espacio fronterizo la magia es indistinguible de la ciencia. Tampoco podemos caer en la reducción de identificar racional con científico, todos los intentos históricamente han acabado en notorios fracasos, especialmente en la primera mitad del siglo anterior. 

Los desposeídos es una novela que se encasilla en el género, cuanto menos se vende como tal, pero también podría decirse que es una fantasía o un extraordinario ejemplo de literatura juvenil. Poco importa en realidad, en cualesquiera disposición en donde queramos ubicarla creo que es una obra que sin sonrojo puede considerarse una obra maestra, un ejemplo de lo que puede dar de sí la literatura aunando lo reflexivo con lo emotivo, la crítica con la emoción. Lo moral, lo ético, lo político, lo filosófico, lo social, etc, todo se da de la mano en una narración cargada de virtudes, sencilla y compleja. Una obra que llega para quedarse en la mente y en el corazón, que anida sus raices en las tripas del lector.

Es ciencia ficción y también una narración utópica.

La novela se sitúa en un universo a priori aparentemente dual, de extremos. La confrontación entre dos tipos de sociedades opuestas y radicalmente diferentes, ambas surgen de planteamientos teóricos contradictorios. De ser completamente así muy seguramente el resultado sería finalmente otro muy diferente, pero en realidad lo que hay en juego, el elemento principal en donde incide lo narrativo es la humanidad sin ningún tipo de cortapisas, en su capacidad crítica, en la posibilidad de un autoconocimiento de resultas del cual sea posible la creación de un sistema social verdaderamente humano.  

Urras es un planeta diverso donde predomina el sistema capitalista frente al totalitarismo de izquierdas, la dictadura de lo crematístico y la acumulación individual de riquezas frente a la imposición de la invariante del pensamiento. Manifiestamente no deja de ser algún tipo de trasunto a nuestro propio mundo. Un lugar rico, inmerso en injusticias de todo tipo, donde la justicia no deja de ser algo propio de lo literario, una imposición quimérica o simplemente un engañabobos. En algún punto de su historia, una comunidad anarquista logra habitar su único satélite, una tierra pobre y hostil, sin gran valor, conformando una sociedad anarquista. Siguiendo dos líneas temporales diferentes Le Guin nos explica por una parte el modo de ser de la sociedad de Anarres, describiéndonos tanto su orden como sus contradicciones, y por otra, temporalmente en el futuro, el viaje que realiza el protagonista, científico nacido en Anarres, por las diferentes sociedades de Urras.

De una prosa sencilla, con frases justas, la construcción de personajes, los diálogos maravillosos, todo aliñado con una poesía meritoria, su discurso narrativo lleva al lector de la mano a través de las ambigüedades, conflictos y contradicciones que acompañan a las diferentes formas sociales que pueblan ese universo.

Es claramente una utopía crítica, no simplemente una apología. No es sólo el que la cromática no se limite a señalar blancos y negros en favor de los grises, sino en el especial énfasis que existe en lo dialógico como motor moral. El asunto que realmente nos señala como especie es el imperativo del deber ser, dada la insuficiencia natural desde la que partimos, siendo individuos que necesariamente apelamos a lo colectivo, cualquier pregunta radical, entendida como aquella que afecta a la raíz misma de lo que somos, parte de responder principalmente a construir una sociedad que aúne y funcione para todos, sin excluir ni dividir. Más que ficción de índole científica Los Desposeídos es un discurso político y por ende ético. Así, el ser humano es indistinguible de su discurso racional y de su naturaleza emotiva y sentimental. No hay tanto la apología de un sistema político concreto como el llamamiento para la consecución de un diálogo que permita, efectiva y realmente, la realización del mejor posible. Etimológicamente anarquía es un "no tener fundamentos", esto es, carecer de una imposición que no nazca del fuero interno de lo individual, que no sea elegida, pero al mismo tiempo la prohibición tácita de identificar libertad con "hacer lo que nos plazca". Es de perogrullo que si no entendemos lo que somos difícilmente sabremos interpretar qué es lo que queremos, y desde luego, caer en la idea de que el deseo primario y la voluntad sean exactamente la misma cosa.

La construcción de sus personajes es tan humana que arduamente pueden borrarse de tu mente cuando terminas la lectura. Llevo décadas enamorado de los mismos, enfrascado en muchos de sus diálogos, que a la manera del viejo Sócrates no están en absoluto cerrados, sino que por contra sirven para abrir caminos, para reconocer esa extrañeza propia del momento del descubrimiento y la necesidad de encontrar soluciones prácticas, respuestas de utilidad y no meras poses.

La sociedad anarquista de la novela no se sustenta en la idea de libertad en su sentido más común, hay de base la firme creencia de que ser libre es algo doloroso y difícil. Anarres parte de una desconstrucción inicial muy estricta. Aquellos que se han desposeido, que dejan voluntariamente de definirse en términos de lo que tienen, que abandonan para ganar en lugar de ganar para tener y ser más que los otros. No es inocente porque se hace patente precisamente que el tipo de violencia autoejercida debe ser vigilada en primera línea, que la tentación de dejar de lado la consciencia para con el Otro, un absoluto igual a nosotros mismos, encierra también sus peligros y quimeras. Ser anarquista es podar, ofrecer y no tomar. Por ello no es un camino fácil ni sencillo, que no transite por una considerable cantidad de problemas, especialmente aquellos que paradójicamente pueden acabar con la anulación de las bases irrenunciables. Decía Eduardo Galeano que la utopía es aquello que desde el horizonte impele a caminar pero que parece alejarse con cada paso del acercamiento, y que en todo caso y por eso mismo su utilidad real es la de servir para caminar. No es una promesa de llegar a un lugar concreto tanto como el caminar efectivo para lograrlo.

Por eso es importante que el motor que mueve inicialmente la narración sea el descubrimiento de una tecnología que hace capaz la comunicación instantánea de todo ser humano sin importar las distancias (el Ansible). El ofrecimiento de una humanidad realmente unida, la posibilidad factible de conseguir precisamente lo que todos los individuos buscamos y sabemos en nuestro fuero más interno que es lo que realmente nos define. El hambre por encima del estar satisfechos, la completitud de terminarnos enteros en lugar de ser seres tan parciales. Si el hombre es un símbolo para el hombre, su espacio natural es el de toda posible comunicación, directa y sin interferencias. ¿No es esta acaso la esencia de toda sociedad humana, el trasunto real de toda trascendencia, aquello que busca cualquier orden social, político, moral o artístico?

Su protagonista no desea realmente ningún mérito, no es un héroe al uso, no se enfrenta ante un enemigo más poderoso, una entidad superior o un peligro que implique de suyo el salvar a la humanidad de algo externo. El enemigo está dentro de lo que somos, y no es posible una victoria en términos de extinción, de aniquilación, del némesis. Hay que vencer convenciendo, sumando en lugar de restar, con-vencer y no perder. Desposeerse para finalmente compartirse, com-partirse. Me desnudo y te enseño, te muestro, me parto sin dividirte. Es cada cual quien debe salvarse para encontrarse con que dicha salvación pasa por el otro, en un reconocimiento mutuo, que es en el fondo uno y el mismo.

Decía el viejo Diógenes el Cínico, Diógenes el desvergonzado, el Perro, que no es más quien más tiene sino aquel que menos necesita. En la novela ser anarquista es aquel que haciendo efectivo esto mismo descubre que dicha necesidad no es otra cosa que el ser humano como todos los demás somos, que el amor no es tanto unir como unirse dándose, y que el resultado final del dar es el encontrar encontrándose.

    No es poca cosa.
Reseña de Jose Luis Martinez

miércoles, 23 de enero de 2013

FANTASMAS - Joe Hill


Primera edición en inglés en 2005.
Editado en castellano por Suma de Letras en 2008.
Traducción de Laura Vidal.
405 páginas. 

Ser el hijo del mismísimo Stephen King no es ninguna panacea. Y si no, que se lo pregunten a Joe Hill. Precisamente, los prejuicios y falsas expectativas son a priori el mayor lastre que arrastra Fantasmas, un (vaya por delante) más que notable debut literario en forma de recopilación de relatos. Y es que los fans más acérrimos de King seguramente se sientan decepcionados al ver en Hill un escritor mucho menos ambicioso, no tan centrado en el terror psicológico de raíces clásicas. Por otro lado, los detractores del llamado Rey del Terror difícilmente le darán una oportunidad a su hijo, pues temerán encontrarse ante un autor en la misma línea y heredero de similares imperfecciones estilísticas.
Lástima. Pues Fantasmas es una muy recomendable y variada compilación de cuentos, firmada por un escritor prometedor y que apunta maneras más allá de que aún tenga que pulir algunas herramientas del oficio. En este sentido, el mayor elogio que se le puede hacer a Joe Hill es no ser una burda fotocopia de Stephen King. De forma sorprendentemente grata, Hill ha sabido asimilar de su progenitor muchas de sus virtudes (planteamientos atractivos y originales, narración ágil, eficaz retrato de personajes) y ha evitado, al menos de momento, caer en sus más cacareados defectos (especialmente, su megalomanía y tendencia al exceso, que inflan de paja innecesaria muchas de sus novelas y narraciones).
Pero que nadie se engañe: Hill no es el “Príncipe del Terror”, ni pretende serlo. A pesar del título de la obra (el original, “Fantasmas del Siglo XX”, resulta algo más ambiguo) sólo 5 o 6 de los 15 relatos aquí recogidos pertenecen estrictamente al género terrorífico. El resto oscilan entre la fantasía, el suspense y hasta el drama costumbrista. Por tanto, salta a la vista que ésta es una recopilación improvisada como tal, una estrategia editorial destinada a reunir en un único volumen toda la narrativa corta de Joe Hill. Debido a ello, como antología Fantasmas carece de la unidad temática o de tono de, por ejemplo, las Narraciones Extraordinarias de Edgar Allan Poe, los Libros de Sangre de Clive Barker o incluso (aunque la comparación resulte odiosa) El Umbral de la Noche de Stephen King. Los citados ejemplos o bien se centraban en el terror y sus muchas variantes o bien tocaban más géneros, pero siempre desde una misma perspectiva y estilo unitario. Esta falta de cohesión interna provoca un considerable daño colateral a Fantasmas, pues el lector incauto puede sentirse desconcertado y hasta decepcionado ante tanto vaivén temático duro de reconciliar.


No obstante, en todos y cada uno de sus relatos Joe Hill se revela como un escritor ingenioso, de prosa cuidada y sumamente entretenido, por mucho que a veces no pueda evitar caer en la autocomplacencia y el guiño referencial o abuse en sus historias del recurso a finales poco conclusivos. Si bien es cierto que la ristra de prestigiosos premios que este libro atesora resulta un tanto exagerada (Premio Bram Stoker, Premio Británico de Fantasía, Premio Mundial de Fantasía, y un International Horror Guild) la aparición de Joe Hill en el árido panorama del terror literario contemporáneo resulta un soplo de aire fresco muy estimulante. No esperéis encontraros a un renovador ni a un revolucionario del género. Por mi parte, tengo muy claro que seguiré con atención su carrera en el futuro.
Sin más, paso a comentar brevemente cada uno de los relatos:
El Mejor Cuento de Terror: Excelente título para un relato que empieza con fuerza, mantiene un ritmo in crescendo y desemboca en un final inesperadamente abrupto, tan inapropiado que te deja con ganas de más. Sugerente y fallido, con estimulantes ecos del más puro “gótico americano”. Lo mejor: la historia dentro de la historia.
Un Fantasma del Siglo XX: Un competente cuento de amor y fantasmas ambientado en un viejo cine, repleto de sentimentalismo y cinefilia. Bueno, pero quizá excesivamente parecido a los similares (y mejores) “La Gente en la Pantalla” de Robert Bloch e “Hijo del Celuloide” de Clive Barker.
La Ley de la Gravedad: Una joya. La alegórica historia de un niño “hinchable” de apellido judío en su lucha contra el rechazo y la incomprensión por el mero hecho de ser diferente. Tierno, emotivo y decididamente genial, de lo mejorcito del volumen.
Oirás Cantar a la Langosta: Algo así como la versión teenager de “La Metamorfosis” de Kafka en plan serie Z casposa. Divertido y muy bien escrito, aunque en el fondo no deja de ser una gran broma.
Hijos de Abraham: Llamativa vuelta de tuerca al personaje de Van Helsing en esta secuela de “Drácula” donde se explora con relativo acierto la siempre tensa relación entre padres e hijos. El problema es que se parece demasiado a la excelente película “Escalofrío” (Bill Paxton, 2001), como muy bien se nos adelanta en el prólogo.
Mejor que en Casa: Un relato inesperadamente intimista y emocional, con un personaje central de psicología admirablemente definida. Debido a ello, desentona en exceso con el resto de la compilación y sólo despierta la irritación del lector.
El Teléfono Negro: Un eficaz cuento de terror, con una prosa muy pulida, atmósfera inquietante y un final bien resuelto. Deja buen sabor de boca.
Carrera Final: Éste relato está mejor escrito que el anterior y cuenta con un personaje protagonista más atractivo. Lamentablemente, Hill vuelve a confundir un final brusco y perezoso con una conclusión abierta y sugerente. Decepcionante.
La Capa: Otra de las joyas de la colección. Una puesta al día del mito de los superhéroes realista e ingeniosa, con un planteamiento original y un final sorpresa que no por predecible es menos efectivo. Memorable.
Último Aliento: Influencias de Ray Bradbury y el terror de corte más clásico en esta pequeña delicia que los entendidos en terror literario disfrutarán especialmente.  
Madera Muerta: Curioso experimento (el relato sólo abarca una página) donde se nos narra la posibilidad de que los árboles contengan espíritus. Tan breve que no pasa de lo meramente anecdótico.
El Desayuno de la Viuda: Estampa costumbrista y melodramática metida con calzador en esta compilación. Con todo, sus satisfactorios resultados quizá la conviertan en el mejor de todos los cuentos “no fantásticos” del volumen.
Bobby Conroy Regresa de Entre los Muertos: Relato de zombis sin zombis ambientado en el rodaje de (valga la redundancia) “Zombi” (George A. Romero 1979). Incluye cameos de Romero y hasta del mítico maquillador Tom Savini. Curioso y exasperante a partes iguales, no llega a ninguna parte ni acaba de funcionar.
La Máscara de mi Padre: Uno de los platos fuertes del libro. Este relato surrealista y siniestro recuerda a las ficciones de Kelly Link (para bien, por suerte) e incluso a los cuentos de Julio Cortázar, creando un ambiente malsano, desconcertante y morboso digno del mejor David Lynch. Soberbio, pero no es para todos los gustos.
Reclusión Voluntaria: El broche de oro. Este relato largo (60 páginas) es una prueba palpable del talento de Hill y de lo mucho que puede dar de sí en narraciones más extensas y complejas. Originalísimo, absorbente y redondo. Una obra maestra.
          La Máquina de Escribir de Sherezade: Simpático aunque evidente intento ad hoc de dar coherencia a todos los cuentos entre sí. Llega un poco tarde, pero se lee con agrado y sabe dar un buen toque final al conjunto.

Reseña de Francisco Gabaldón